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Mi padre llevaba unos meses escuchándome teclear en mi cuarto. Sabía que escribía algo, pero no exactamente qué. Cuando aparecí con la revista Leer en la mano y se la tendí abierta por la sección de premios literarios, me miró sorprendido.
—Pero, Jose...
—¿Qué pasa?
—Que esto es el Premio Nadal. Coño. Carmen Laforet, Sánchez Ferlosio, Miguel Delibes. No, hombre, no.
Aquello me empezaba a mosquear.
—Pues yo quiero concursar. Te ruego que por favor lleves este manuscrito a la dirección que aparece.
Era una de las librerías de la editorial Destino. Hoy Destino es una mesa dentro de una planta diáfana en el sexto piso de la avenida Diagonal de Barcelona. Esa mesa la comparten el editor de mesa (nunca mejor dicho), la jefa de prensa, el maquetista, el editor literario (quien decide qué contratar); y alrededor hay sesenta o setenta mesas parecidas. Cada cual, una editorial del Grupo Planeta. Pero a mediados de los noventa Destino era todavía una casa independiente con un puñado de librerías en diversas ciudades. En Madrid, por ejemplo, tenía una espectacular en la plaza de Platerías, justo enfrente del Museo del Prado: actualmente es un CaixaBank.
El manuscrito podía entregarse en la librería de Barcelona cuya dirección aparecía en la revista. Naturalmente, le pedí a mi padre que lo llevara en mano. Él me vio tan decidido que se encogió de hombros. Y ya cuando le tocó coger el puente aéreo, se le ocurrió echarle un ojo al manuscrito.
Mi novela empezaba diciendo: «Me jode ir al Kronen los sábados por la tarde porque está siempre hasta el culo de gente. No hay ni una puta mesa libre y hace un calor insoportable. Manolo, que está currando en la barra, suda como un cerdo. Tiene las pupilas dilatadas y...». El lenguaje era hosco, provocativo, procaz. Me sigue gustando. Creo que así es como debe arrancar un autor de veinte años. Dando una patada en la puerta, no pidiendo permiso para entrar.
Pero mi padre no vio eso. Mi padre solo vio una sucesión inacabable de barrabasadas y, cuando llegó a la primera escena de sexo, resopló. En ese momento la señora sentada a su lado en el avión inclinó la cabeza en su dirección. Mi padre dice que sintió vergüenza, que procuró moverse para alejarse de ella..., lo cual por supuesto no hizo sino estimular aún más la curiosidad de la buena señora.
Llegados al aeropuerto del Prat dijo que le había gustado tan poco que estuvo a punto de tirarla a la primera papelera. Por suerte, no lo hizo (hoy se jacta de que le di pena) y cumplió diligentemente con su cometido. Y ya según salía de la librería de Destino con la firme convicción de que aquello no se publicaría nunca, se olvidó del asunto.
—O tempora, o mores —suspiró.
El fallo del Premio Nadal
El Nadal, como bien sabéis, se falla el día 6 de enero. De ahí su nombre.
Según se acercaban las Navidades, supongo que pensaría alguna vez en el premio. Como nadie me llamó ni intentó contactarme, finalmente yo también me olvidé del asunto. Me fui al sur de Francia a visitar a mi novia.
Ella tenía un apartamento diminuto que se pagaba trabajando como celadora en un liceo cercano. Yo estaba ahí cuando mi padre encendió el televisor. Al ver las noticias de la primera cadena de TVE, me llamó de inmediato.
—Jose...
—¿Qué pasa?
—Estoy viendo una cosa muy rara en televisión. Dicen que has quedado finalista del Premio Nadal. Pero a ti no te ha llamado nadie, ¿verdad?
—A mí no me ha llamado nadie, no.
—Pues entonces debe de ser un error.
—Pues debe de ser un error, sí.
Estábamos a 7 de enero. El fallo se había hecho público el día anterior por la noche en una fiesta que se celebraba en el hotel Palace. Siempre acuden grandes personalidades de Barcelona.
A mí nadie me invitó.
Algo después sonó el teléfono fijo de casa de mis padres (entonces no había móviles). Era Andreu Teixidor, dueño de Destino. Él fue quien le notificó a mi impresionado progenitor que, efectivamente, mi primera novela había quedado finalista del Nadal. Cuando mi padre explicó dónde andaba, le pidió mi teléfono.
Andreu me llamó, me felicitó personalmente y pidió permiso para darle mi número a la prensa.
Lexatines a gogó
Yo estaba solo en el piso de mi chica.
No pude compartir mi alegría con nadie. A ella ni siquiera se lo había dicho. Y cada vez que sonaba el teléfono era alguien importante. El primero —nunca lo olvidaré— fue Llàtzer Moix, redactor jefe de Cultura de La Vanguardia. Después llamaron ABC, El País, El Mundo... Hoy cuesta entender la repercusión que podía tener el Nadal. Durante medio siglo fue el premio de descubrimiento de referencia en España. Su prestigio era extraordinario.
Como no estaba preparado, improvisé malamente. Dije gilipollez tras gilipollez e igual por eso caí en gracia. Que fuera tan jovencito era una sorpresa para los periodistas —no se estilaba aún—, y que ni siquiera estuviera en la gala barcelonesa del Palace me rodeó de cierto halo de misterio no exento de encanto mediático.
Tras sobreponerme como pude, regresé a Madrid y viajé a Barcelona. En su oficina me esperaba mi flamante editor. Firmé sin pestañear el contrato leonino que me puso delante. Lo importante era que me iban a publicar.
Y así arrancó mi carrera literaria, que resultaría tan accidentada como accidental fue mi manera de entrar en el mundo de la edición.
La novela finalista del Premio Nadal 1994 se titulaba, se tituló —se titula— Historias del Kronen.
El Kronen llegó a las librerías en febrero de ese mismo año. Encontró su público de inmediato. Los lectores jóvenes lo adoptaron como bandera generacional. En pocas semanas ya llevaba vendidos cuarenta mil ejemplares.
Al año siguiente se estrenó una película homónima que fue la más taquillera del cine español hasta esa fecha. Eso impulsó definitivamente las ventas. La novela se convirtió en un fenómeno sociológico. Trascendió el ámbito propiamente literario. Tuvo mucho bombo mediático. Y cuando se da un éxito así, como es lógico, hay mucha gente que aplaude y otra mucha que critica.
Un veinteañero provocador
Entre las numerosas críticas que se me hicieron —y os aseguro que hasta que apareció Lucía Etxebarria fui el escritor español más vilipendiado—, de entrada, como empezaban a tener éxito en Italia los llamados Jóvenes Caníbales, en Francia la película El odio de Mathieu Kassovitz, y en Gran Bretaña el Trainspotting de Danny Boyle, hubo quien dijo que tuve mucho ojo a la hora de ver la ola y subirme al carro.
A ese respecto me gusta recordar que la primera redacción de mi novela data de verano del 92; es decir, antes de que se pusieran de moda los Jóvenes Caníbales en Italia, El odio o Trainspotting. En esa época yo estaba encerrado en mi burbuja y lo último que podía esperar era que lo que escribía se fuera a leer masivamente. Tendría que haber sido megalómano y no lo soy. Pero sobre todo os garantizo que, de haberlo sabido, habría suprimido aquellos fragmentos en los que aparece gente con su nombre y apellidos y lugares perfectamente ubicables, que a la postre me trajeron mil problemas. En el propio bar Kronen, el dueño, que previamente había colgado en la pared el artículo sobre mí recién aparecido en El País, en cuanto leyó la novela lo descolgó y dejó de saludarme.
El entonces concejal de Centro, Ángel Matanzo, del que uno de los personajes de la pandilla de Carlos dice: «Habría que descuartizarle en público» (su política de mano dura con los bares nunca fue popular entre la juventud), empezó a llamar a mi editorial, a preguntar a la jefa de prensa dónde se iban a celebrar mis siguientes actos públicos. Dijo que para saludarme.
Si hubiese imaginado que se me iba a leer tanto seguramente habría borrado la mayoría de aquellos fragmentos, los más controvertidos. Pero también me habría cargado la mitad del encanto del texto, porque la principal virtud y el mayor defecto al mismo tiempo de esa primera novela es precisamente eso: su tremenda ingenuidad, en el mejor sentido de la palabra.
Otra crítica fue que lo que escribía no era literatura. Un reseñista llegó a decir que aquella primera página mía (esa que arranca con «Me jode ir al...») tenía más palabras malsonantes que cualquier otra página de la literatura española...
Una absoluta exageración, y no hay más que echarles un ojo a algunos textos ampliamente celebrados de Quevedo o de Cela, además escritos en un castellano exquisito.
Pero es cierto que la novela provocó una reacción virulenta en un contexto también muy determinado: el de la literatura seria o mainstream española. Y si a ellos les chocó mi novela, a mí me chocó que a ellos les chocara.
Quiero decir que estando a finales del siglo XX y con una tradición larga de literatura alternativa, autores como los surrealistas, Céline, la Generación Beat o Bukowski, que una literatura como la mía todavía violentase me dejaba perplejo.
Y durante un tiempo me dediqué a darle vueltas a por qué se había dado esa reacción, ya digo que en un contexto muy preciso.
Y al cabo de unos meses me topé por casualidad con una posible respuesta, leyendo un texto autobiográfico de Tom Wolfe.
El ojo de Tom Wolfe
El autor de La hoguera de las vanidades fue un brillante observador de la realidad sociológica norteamericana que reflexionó mucho sobre todo lo sucedido durante los años sesenta.
Durante esa década, en el mundo anglosajón se dio un boom contracultural extraordinario. Fue la época dorada del rock. Triunfaban en Gran Bretaña los Rolling, los Beatles, los Kinks; en Estados Unidos, Bob Dylan, Jimi Hendrix, Janis Joplin, los Doors, Grateful Dead...
El propio Tom Wolfe recreó en The Electric Kool-Aid Acid Test (título impronunciable que en castellano se tradujo como Ponche de ácido lisérgico) el estrafalario viaje en autobús desde la costa Este a la Oeste de una pandilla de iluminados.
En ese autobús viajaba gente como Neal Cassady, en quien se basó Jack Kerouac para crear el personaje más carismático de En el camino; o Ken Kesey, autor de Alguien voló sobre el nido del cuco. Aquella tropa de tarados y hípsters libertarios que se llamaban a sí mismos los Merry Pranksters llevaban consigo nada menos que un bidón lleno de LSD líquido y se dedicaban, literalmente, a fliparlo.
Tom Wolfe rememoraba aquel ambiente contracultural y se preguntaba cómo pudo ser que de todo aquel contexto fascinante apenas saliesen novelas. Además de su libro, surgieron En el camino, un par de ficciones de Ken Kesey, algunos ensayos de Joan Didion, pero poco más. Yo, leyéndole, de repente lo vi claro.
—Pero, Tom, tío (perdonad mi familiaridad con ciertos autores). Si lo acabas de decir tú mismo. Es porque la gente lo estaba flipando con otros universos mucho más atractivos como la música y las drogas.
Me sentí como Vickie el Vikingo.
[...]
Germán Gullón ya me lo vaticinó un día que comimos juntos.
—Tú te morirás y solo quedará el Kronen.
Su predicción me hizo reír, pero al cabo de treinta años y treinta novelas está a punto de cumplirse. Ya os imagináis que el pensamiento que se te pasa por la cabeza es que podrías haberte ahorrado el resto. Y esa fue siempre una de mis grandes tentaciones: hacer como Rimbaud. Dejarlo todo. Salir corriendo a traficar con armas en África. O alcoholizarme en alguna isla del Pacífico.
Al mismo tiempo, el éxito de esa primera novela me permitió no andar persiguiendo porteros de la gloria ni humillarme para conseguir el éxito.
Mi caso es atípico.
Mi ópera prima vendió ella sola más que el resto de mis obras juntas y es la única que ha entrado —a su manera— en la historia de la literatura. Con lo cual, a la hora de ser condescendientes, a lo mejor es la persona que escribió ese texto quien debiera mostrarse condescendiente conmigo.
Eso explica por qué, cuando pienso en aquel jovenzuelo a quien se le ocurrió enviar su manuscrito a un premio, procuro estarle agradecido. Si he logrado dedicarme profesionalmente a escribir es gracias a él. Le debo todo lo que soy.
Desde luego, al cabo de los años tengo la sensación de que escribo mejor. Y no obstante siempre habrá en una primera novela algo —esa frescura, la fuerza, la determinación suicida— que por alguna razón no vuelve a repetirse.
En el caso de Historias del Kronen, su mayor mérito es su tremendo poder de convicción. En cuatro frases te agarra por el cogote y te mete de lleno en un universo perfectamente reconocible, del que no dudas, con un lenguaje adaptado como un guante —más bien, como una piel— al narrador, al que retrata con enorme precisión.
Se pueden contar con los dedos de una mano las novelas publicadas en 1994 que tres décadas después sigan vivas en la memoria de los lectores y presentes en librerías. La mía es una de ellas.
Vivencias del éxito
El éxito es que en la banda de hardcore en la que tocas te pongan malas caras cada vez que llegas tarde porque se ha prolongado más de lo que esperabas la entrevista con algún medio.
Y aunque al principio les hace gracia ver aparecer en el local al equipo del telediario de TVE, muy pronto, cuando los fanzines de los coetáneos te ponen a parir, pasan a considerar que eres un vendido y arremeten contra lo que te rodea.
El éxito es salir en portada de Ajoblanco.
El éxito es toparse con Almudena Grandes de camino a la Feria del Libro de Granada y que, conforme te acercas a saludarla, cuchichee algo al oído de su amiga y ambas se rían como dos tontitas mirando en tu dirección.
El éxito es ir a Zaragoza para un evento y llegar a la mesa donde hay varios escritores y que Rafael Chirbes te dé la espalda.
El éxito es conducir tranquilamente por la Castellana y que se pare un coche a tu lado y una pareja de energúmenos alcoholizados vocee a pleno pulmón:
—¡Qué pasa, Mañas! ¡¿Dónde está el puto Escarabajo?!
El éxito es sentir cien miradas sobre ti y no poder tomarte una copa tranquilo con ningún colega.
El éxito es que tu familia hable de ti a todas horas y que tus hermanos sufran por un protagonismo que nunca pediste.
El éxito es escuchar el Chup Chup en todos los bares de España.
El éxito es encontrarte de pronto con pasta suficiente como para comprarte un piso con veintitrés años y que tu padre se asombre al repasar tu declaración de la renta: «Tengo compañeros que no ganan ni la mitad».
El éxito es que en las discotecas te encaminen a la zona VIP o que te inviten a una fiesta en Barcelona donde entregas uno de los premios junto con Alaska y donde, a la salida, la mujer más guapa de la fiesta, una actriz a la que has visto multitud de veces en pantalla, te lleve cogido de la mano y acabe retozando contigo en el sofá de su casa. Y luego darte el gusto de contárselo a un amigo, que exclama con envidia:
—¡Qué cabronazo! ¡Lo que hubiera dado por estar en tu lugar!
El éxito es entender tan poco lo que sucede que cuando te llama a casa Rafa Conte, el crítico más influyente, para invitarte a una mesa redonda, lo único que se te ocurre es no cogerle el teléfono y pensar: «Para qué me llamará este hombre, si mi libro ya está en librerías...».